22 may 2007

Coliseo

El sol brilla en lo alto. Abren la puerta y me obligan a salir. No quiero. No, no quiero. Sé lo que me espera, que o muero yo o muere él. Y yo no sé matar. Tampoco quiero. No quiero matar por placer. Y menos, para placer de otros. Yo quiero volver a casa, pero no me dejan. Lo único que me van a dejar es salir ahí fuera a morir o matar. En las gradas, seguro que la Parca, bajo su manto negro, o quizá metamorfoseada en anciana decrépita, sonríe y afila su guadaña, sabiendo que sólo tiene que esperar unos minutos para llevarse a uno de los dos. Yo o él. Él o yo.

Salgo a la arena, la repentina claridad me ciega, me confunde, no logro ubicarme. Miro a mi alrededor. Lleno. El redondo edificio me rodea, las gradas están llenas, decenas de personas que miran el espectáculo, ávidos de sangre y dolor, ansiosos de una muerte que los solace para toda la semana, una muerte que calme su instinto asesino. Observo con miedo cada sonrisa impaciente, los gritos jaleando no sé si a mí o a mi enemigo. “enemigo” ¿Qué he hecho yo para tener un enemigo? No quiero enemigos. Pero él no piensa lo mismo. Me llama, se burla, me insulta. Sé que me va a atacar.

Me rindo a lo que quieren. Estoy allí para luchar por mi vida y eso hago. Sé que el primer golpe es importante, así que voy hacia él e intento alcanzarle. Pero es muy rápido, me esquiva, se hace a un lado con agilidad y evita mi ataque. Maldición. Lo intento otra vez. Y otra. Y otra. Pero siempre me esquiva. Lo veo sonreír, se burla de mí. Debí saberlo. Es un experto, ha luchado en cientos de batallas iguales que ésta y siempre ha salido victorioso. Sólo él sabrá cuánta sangre ha corrido por sus manos. Miedo. Tengo miedo.

Una y otra vez intento alcanzarlo. Una y otra vez me esquiva y, ahora, añade dolorosos pinchazos a mi espalda, que pronto se moja con mi sangre. “Ahí la tenéis, malnacidos”, digo entre gritos a la multitud que se sienta en las gradas del coliseo, viendo la matanza sin mover un músculo para frenar esta carnicería. Al contrario, animan, quieren más sangre, más muerte, más crueldad.

Me esfuerzo en agotar hasta el último aliento para intentar vencer. Necesito sobrevivir. No quisiera matarlo, pero sé que si no lo mato él me matará. Así que tengo que intentarlo. Es él o yo. Lo miro a los ojos, buscando una muestra de lucidez, de piedad, un resquicio que me haga pensar que es posible que los dos salgamos vivos. Pero no. Sólo veo un brillo psicópata, unos ojos clamando muerte y una sonrisa maquiavélica. Me encuentro cansado. Exhausto. ¿Por qué tiene que pasar todo esto? ¿Qué le he hecho yo a esta gente?

Estoy vencido, cansado, no podré defenderme mucho tiempo. Por eso, cuando le entregan la espada, sé que es mi sentencia de muerte. Entre “olés”, esquiva mis últimas embestidas desesperadas.

Finalmente, cansado del juego, me clava la espada en el lomo y la hunde con firmeza. Me mata. Mi grito último, fuerte y derrotado, resuena en los oídos de la gente sin piedad que nos observa desde las gradas. Sonríen, aplauden, ya veo a la muerte viniendo hacia mí. Dejando mi cuerpo ya más muerto que otra cosa, el torero recibe la ovación del público. El toro ha muerto. El torero vive.

Una vez más, en la lucha del hombre contra la bestia, el hombre se ha convertido en la bestia.



Jonathan Soriano

2 comentarios:

Anónimo dijo...

no me ha gustado nada, ultimamente escribes fatal








xDDD

monica dijo...

como siempre me gusta lo que escribes aunque apenas comienze a vislumbrar los rayos que se cuelan por esa nueva puerta que se habre... tus escritos