No, no os equivoquéis. No soy religioso. Ni creyente siquiera. Quizá lo fui de pequeño, cuando la inocencia y la ignorancia empujaban a creer en algo por encima de mí. Quizá, en aquél mundo de plastilina y pinturas "carioca" y "dos más dos son cuatro, cuatro y dos son seis", creía en algo porque necesitaba creer. Pero ahora... No. No hay dioses, ni ángeles, ni demonios. Sólo estamos yo y el mundo, sentados cada uno a un extremo de una mesa donde se discute mi destino con dos dados que seguramente están trucados.
Hace tiempo que me desprendí de la necesidad imperiosa de creer, pero, a pesar de todo, mi fe se tambalea. ¿Fe en qué? Fe en mí mismo. La única fe a la que doy cobijo, que ahora se pasea en la cuerda floja con las suelas manchadas de grasa. ¿Por qué? Digamos que me convertí en lo que más he odiado. Tanto tiempo huyendo del hombre del traje gris y ni me di cuenta que, al correr, mis ropajes desteñían. La velocidad me robaba los colores por querer ir más rápido que el tiempo. Iba a tan alta velocidad, que creí mi cuerpo indestructible, me sentí invencible hasta que la vida, que es muy bella, sí, pero también muy puta y muy traidora, se encargó de ponerme en mi sitio, siempre en el mismo asiento de la misma sala del mismo edificio. Siempre la misma historia que contar, el mismo tiempo que perder. "Las mismas caras de siempre, el mismo llanto que me hizo llorar tanto tiempo", escupen los altavoces.
Jamás quise ser así. Quise escapar de la rutina, hacerle un corte de mangas al aburrimiento y reírme de todo ello desde lo alto de una montaña. Pero nadie me dijo que la rutina iba en un "fórmula uno", que el aburrimiento tiene de piedra el alma y que las montañas son más altas de lo que se ven en el horizonte. Mucho más altas.
Aspiré demasiado alto. Quise copiarle la melancolía a la lluvia otoñal, robarle al mar su agónico perfume, besar a todas las cubanas, divorciarme de todas las casadas, colgar banderas tricolores en las películas en blanco y negro. Quise la Luna por almohada y las estrellas en un collar, pero lo único que pude echarme al cuello, fue una ristra de lucecitas de Navidad.
Y ahora, ¿Qué hacer? ¿Qué se puede hacer cuando descubres que el paisaje que se ve por tu ventana no es un prado verde, con flores, y animales del campo, sino una pared de ladrillos? ¿Qué hacer cuando el horario y el almanaque presiden la pared de tu habitación? ¿Qué hacer cuando las casillas del calendario ocupan el hueco que meses antes pertenecía a un póster de tu actriz favorita? ¿Qué hacer cuando allí fuera llueve todos los días y la ciudad se emborracha de tristeza?
Quizá sólo queda pararse y sentarse sobre una roca a la orilla del camino. Respirar, descansar, mirar al cielo, lamerse las heridas y hacer inventario de todo lo que se trae en la mochila.
Lo malo es que me he dado cuenta que ando sólo conmigo, es decir, con nada, y sin ti a mi lado, es decir, sin todo.