Cuando se despertó, una única idea pasó por su mente: Hoy mataría a alguien.
Sí, sin ninguna duda, hoy alguien moriría en sus manos y no le iba a temblar el pulso.
Se incorporó sobre el blanco sucio de la cama e inspiró profundamente hasta que el denso aire viciado de su sudor le llenó los pulmones. Sonrió y se levantó.
Aún desnudo, salió de su habitación planeando su nuevo crimen. ¿Quién sería su próxima víctima? Se preguntó mientras se lavaba la cara en el baño. ¿Tal vez el señor Rodríguez, con ese diminuto e insidioso perro que tanto molestaba a los vecinos? Ciertamente el señor Rodríguez lo merecía, aunque sólo fuera por culpa de su perrito. ¿O quizá sería mejor acabar con la ayudante del farmacéutico, la joven Sandrita, y con esas voluptuosas curvas que tantos en el barrio habían probado?
Se puso unos vaqueros gastados y una camiseta deshilachada y recordó a Lourdes, la dueña de la tienda de ropa y sus miradas despectivas. Imaginó su cara de horror ante un atracador, o mejor, ante un violador. Sí, morir en un callejón, medio-desnuda, con su bonita ropa desgarrada y empapada en sangre… sí… eso se merecía.
Aún así, mientras se preparaba el desayuno, vio una muerte en cada una de las últimas gotas de café que cayeron a su vaso. Plic, una gota. Rufino, el joven y virgen cajero del supermercado, recibiendo un navajazo en el cuello… Plic, otra gota. María y Luis, el matrimonio del 5º B, estrellándose violentamente con el coche a causa de un sabotaje de los frenos. Plic. Don Ramiro, el librero, entrando en su establecimiento y saltando poco después por los aires cuando su librería fuese devastada por la bomba. Plic…
Mientras el café se deslizaba por su garganta, acompañado por algunos bocados de su tostada, el hombre no podía dejar de sonreír. ¿A quién podía matar? Quizás a Carlitos, el pequeño hijo de los Martínez. Sí. Podría sorprenderlo con el coche, mientras el crío jugaba al balón por la calle. Sólo sería cuestión de pisar el acelerador, sentir el golpe y escapar a toda velocidad. Nadie lo vería y el podría seguir a lo suyo.
Pensó en la anciana Palmira, la vieja chismosa. Con suerte quizá bastaría con un susto. Un susto y su débil corazón estallaría como un globo. Palmira… ha muerto… Mientras se lavaba los dientes trató de vocalizar la frase. Le causó gracia cómo la espuma de la pasta de dientes le hacía parecer un perro rabioso…
La simple imagen del bull-dog le bastó para traer a la mente a Juan Francisco, el camionero celoso que engañaba a su mujer con doña Purita, la regia maestra de escuela que tanto y tan bien se desmelenaba en la intimidad.
Sería una buena jugada, pensó, entrar en la casa de la profesora y pegarle un tiro a cada uno mientras fornicaban como perros. Luego lo arreglaría todo para que pareciera que había sido la mujer de Juan Francisco. Sería un crimen perfecto.
Regresó a su habitación. Ya había decidido quién moriría.
Con una sonrisa, el escritor se sentó ante el ordenador y continuó con su novela…
2 comentarios:
Que bien escribes niño, que envidia... y no es sana, si no letal y corrosiva envidia.
Ops, me has descubierto... Me ha divertido descubrirme a mí mismo en tu relato porque tu protagonista no puede parecerse más a un servidor. Una buena vuelta de tuerca.
Un relato muy apropiado para introducirme en tu blog. Qué diseño tan "guapo" tiene, por cierto.
Un saludo.
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