Después del estallido sólo queda la calma.
Calma de cuerpos que se mecen en silencio,
que aprendieron a mentirse el uno al otro,
llenos de miedos que van cayendo a tierra,
como las hojas cargadas de amarillo
de un otoño demasiado cercano.
Calma nuclear para que vuelvan las sombras más tímidas,
y las palabras más inútiles,
y el tic-tac de los segundos más insignificantes,
más puramente nuestros,
más enquistados en la distancia bastarda
de dos pieles incapaces
de mantenerse la mirada.
Calma de mariposas frías
y de estrellas de neón apagadas,
calma de aires viciados de lágrimas invisibles,
calma de ecos eternamente silenciosos,
de capas de polvo que ensucian los espejos,
de relojes que apuñalan la madrugada
fingiendo dormir.
Ésa es la calma sucia,
el periodo entre estallidos en que los muertos
se olvidan que están lo suficientemente vivos
como para hablar, amar, o matarse.
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