Un romancero de cuerpos,
una lunita encantada,
un mercader de los sueños
que navegan por mi almohada.
Un río de oro y de peces
descendía por su espalda,
y dos besos tartamudos,
suavemente, lo cerraban.
Por los bordes de la noche
se apagaban las palabras,
y cuatro versos callados
se apostaron en la cama
rompiendo con su silencio
el idioma que me daba
en catorce amaneceres
sin luces, ni sol, ni nada.
El tiempo se hizo incansable
alargándose hacia un alba
que avisaba en los cristales
pero que jamás llegaba,
el aire se hizo costumbre
de una boca desbocada
y los ángeles perdidos
tocaban en la ventana
sin saber pasar adentro,
mirando como miraban
un romancero de cuerpos
con dos pieles que rimaban.
Los termómetros hervían
y una sábana entre llamas
cayó, herida de muerte,
sin que a nadie le importara.
Reclamaron su trofeo
las caricias descarnadas
y un bramar de alas de albatros
estalló bajo la manta
arrancando de mis manos
su piel de ternura y agua
y dejando en el ambiente
seis suspiros con su danza.
Un romancero de cuerpos
se agolpaba en la garganta
estrellando en el silencio
las luces, el sol... la nada.
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