Las luces que se extienden,
como una serpiente inmaculada,
como una lenta procesión de fantasmas sin cuerpo,
por las estrechas callejuelas,
se desdibujan,
y se emborronan,
y no saben de amor.
Tal vez sea más sensato
quedarse a afilar los dedos a cuchillo,
o hundirse sin batallar en esta soledad desapasionada,
que acoge y asfixia,
que duele y cura,
Que besa y desgarra.
No queda en mis cuencas
ni el terco crepitar de las últimas brasa.
El más débil titilar de la luciérnaga más leve
se apagó cuando los sueños aún eran algo
o significaban cualquier cosa.
Ya sólo restan luces que no me pertenecen,
lejanas, ajenas, extrañas,
que ni el sabio de las montañas parece conocer.
Si algo me reconcome,
es abrir los ojos y no saber
si veo la luz al final del túnel
o solamente una estrella,
lejana, ajena, extraña,
que ilumina sin dar calor.
No me veo preparado
para estrellarme de nuevo con otra luz helada.
Pero he de caminar.
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