Anoche, y antenoche, y la otra noche
la luna me apuñalaba por la espalda.
Anoche, y antenoche, y la otra noche
le entregué mis creencias a las ratas
de las iglesias y los osarios.
Descubrí un cordón de plumas
que el sol tendía entre dos nubes
allí es donde ponían a secar
las pieles de los ángeles de los sueños negros.
Anoche, y antenoche, y la otra noche
me convertía en otro
por efecto de las palabras
que no escribía, pero leía;
que no decía, pero escuchaba;
que no sabía, pero pensaba.
Las imaginaba con una caligrafía
dócil y redondeada,
suave y sin rincones,
tan ajena a mi rabia,
como vástagos de un pésimo poeta
del que no recordaba el nombre.
Ayer, y anteayer, y el otro día
rompía la cáscara miserable de la noche
con un dolor de párpado en los costados,
una espina de pez clavada en el desierto
del temible despertar de la hora prima.
Me abarrotaba en las esquinas
de un espejo diferente
al que la lluvia oscurecía,
al que la madrugada abandonaba,
en el terco zigzag de mi pensamiento.
Mañana, y pasado y al siguiente,
quizá desmonte la moneda falsa
que me responde a la primera filosofía
y construya una quimera antigua
o demasiado novedosa.
Veré con manos nuevas y lejanas
el suave terciopelo del horizonte
tendido con la indulgencia de a quien no le importan
lo que es o lo que nunca ha sido.
Hoy, mientras tanto, sigo dudando
de la matemática exacta de mi persona.