Las saetas de mi reloj
no saben nadar contracorriente.
Tal vez sea que envejezco
más rápido de lo que crecí,
montado en veinte aviones de papel
recordando marcha atrás.
Aprendí a jugar, como aprenden todos,
luchando contra molinos sin viento ni alma,
abordando los barcos de la lluvia
que empapaba los rosales,
y soñando que marcaba el dos a uno
en el minuto noventa y tres.
Y me olvidé de jugar, como olvidan todos,
perdiendo la espada,
quemando las naves,
atajando mis propios disparos,
y dejando que el tiempo cubriera de arena
las esquina de mis sueños más valientes.
Sigo despertándome entre los pechos de la noche,
eso es cierto,
e incluso algunas veces tengo hambre,
y vuelvo a sentirme niño de nuevo.
Sólo que esta vez es de mentira,
y nadie queda para jugar conmigo.
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